El aislamiento por el coronavirus ha sido el mayor experimento de cambio de paradigma en la educación de la historia. Mientras la sociedad avanza y se transforma, tristemente la educación ha seguido anclada a los parámetros de hace dos siglos: control, uniformizar a los estudiantes, castigar el fracaso, evitar la individualidad, priorizar la memorización sobre la creatividad, etc. Ir a la escuela para los estudiantes era entrar a un túnel del tiempo y viajar a un mundo paralelo anclado en el pasado en que los profesores no entienden ni la tecnología ni el mundo que los rodea y se empeñan en enseñar conceptos que los estudiantes pueden obtener con dos clicks por sí mismos.
Seamos realistas, sin el coronavirus, jamás se habría cambiado de modelo educativo al online a escala global. Porque, aunque existen muchas empresas dedicadas a la educación online, por el momento no existe un actor lo suficientemente fuerte en el mundo para generar una disrupción (como Netflix para el cine, Airbnb para los hoteles o Uber para los taxis) por lo que ha sido necesaria una pandemia para que colegios, institutos e universidades tengan que usar la tecnología, les guste o no (a pesar de que ya lo deberían estar haciendo).
Todo cambio de paradigma implica una crisis, resistencia, conflictos. Es normal, si tenemos hábitos arraigados en nuestro día a día terminamos asumiendo que ese es el mundo normal, el mundo correcto. Este cambio a la educación online ha traído a muchos opositores en todos los bandos: profesores, instituciones, padres y estudiantes. Es comprensible, no es parte de su mundo normal.
Sin embargo, un artículo del New York Times cuenta otro lado de la educación online: estudiantes que rinden más, que pueden estudiar a su propio ritmo, que ya no sienten la presión social de la escuela que los hacía sentir inadaptados. Estudiantes que no iban a clase pero han vuelto porque pueden hacerlo a su modo, en sus propios horarios. Un mejor acercamiento a los profesores (en un aula es más complicado responder todas las dudas), poder reproducir una y otra vez las clases si no las comprendieron a la primera (imposible en la educación presencial). Además del gran número de estudiantes que sufren de acoso (bullying) y ya no tienen esa ansiedad.
La cuarentena está muy lejos de terminar, incluso cuando empiece a aligerarse los niños seguirán en casa por un tiempo mayor. Por lo que debemos acostumbrarnos a la educación online: desarrollar nuevos procesos y modelos de estudio y evaluación. En un entorno en que el estudiante puede googlear la respuesta a un examen es estúpido hacer exámenes que midan la memoria (ni siquiera con el viejo método de dejar la webcam encendida y pedir que el estudiante muestre toda su habitación). Al contrario, la evaluación debe ir enfocada a la investigación, al cruce de fuentes, a la aplicación de su conocimiento en casos prácticos. A incentivar que los estudiantes busquen información en lugar de ser cavernícolas y obligarlos a memorizar todo.
Decía Einstein: “¿Para que guardar en el cerebro lo que puedo guardar en el bolsillo?” Ahora podemos decir: “¿Para qué guardar en el cerebro lo que puedo buscar en internet?” La educación debe enseñarnos a pensar, a comprender el mundo actual, a saber navegar en el mar de información imposible de memorizar.
Este el mejor momento para reevaluar la educación y apostar fuerte por el modelo online. No hay vuelta atrás.
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